martes, 27 de diciembre de 2011

¿Cuántas veces te marchaste, dejándome sola, vomitando mis penas, llorándolas, amándolas? Diviso, a lo lejos, soles y galaxias que, me abandonan. Huyo, corro y regreso por si vos algún día volvés… como prometiste aquella vez, esa noche de julio después de la tormenta que el meteorólogo de ese despreciable noticiero de las cinco no anunció. Pero ese día agradecí al noticiero, amé al desorientado meteorólogo... demoraste aunque sea un poco más en marcharte, la tormenta te había agarrado desprevenida y no querías mojarte demasiado, estabas cansada y lo único que tenías en mente era dormir al llegar a casa. Te presté un paraguas, lo recuerdo bien, y quiero que sepas que no fue un gesto de gentileza desinteresado… no, no lo fue. Quería que volvieras, quería que tuvieses un compromiso abstracto, bello, distante. Tenías que devolver el paraguas, pero no lo hiciste, no volviste y además me robaste más de lo que creías, de lo que creés: mi esencia, mi felicidad, mi querido artefacto para evitar que mi cabello y mis ropas se mojen las noches de julio invadidas por desagradables lluvias y lloviznas y lágrimas de nubes tristes.
Bueno, el desorientado meteorólogo de ese despreciable noticiero de las cinco anunció tormenta eléctrica para mañana. Sé que pasaron ya más de veinte años desde que partiste pero, ¿sabés? Todavía no compré un paraguas nuevo. Es que entre tanto trabajo, tanta ausencia y abandono, se me pasó por alto… lo olvidé completamente. Por eso te pido que vuelvas, mañana, a primera hora. No es necesario que te quedes demasiado tiempo, simplemente devolvelo… devolveme eso, y devolveme mi esencia y mi felicidad, que también olvidé recuperar.
Al día siguiente pasó algo inesperado... el noticiero no se equivocó como de costumbre: llovió. Sin embargo ella no recuperó su paraguas… y en esa tumba vieja, perdida, olvidada por todo el mundo menos por esa señora aferrada firmemente a sus recuerdos, unas flores  agonizantes y no muy antiguas volvieron a respirar. A pesar de aquello, su esperanza de vida decayó pronto… se ahogaron en electricidad, en gotas enormes de olvido y de lluvia. Una pequeña nota cerca de las flores, con la tinta un poco esparcida por tanta agua y lágrimas, decía: No dejes, amiga mía, que estas flores se marchiten como lo ha hecho tu vida.
Las flores abandonaron, por completo, la poca vida que les quedaba después de unos minutos pasada la tormenta. Los recuerdos desaparecieron. El sol se derritió en el horizonte. La mujer quería descansar. Ella se había tragado y guardado en su frágil pecho toda la angustia que se acumuló allí durante años. Se había limitado a mirar álbumes y álbumes enteros rebosantes de recuerdos. Solamente se había permitido llorar en su cuarto por las noches, sola. Sola… es así como se sintió, siempre, después de la sombría tormenta torrencial de esa amargada noche de julio de hace veinte años atrás.
Había cumplido su misión en esta vida: no palidecer, ver crecer a su hija y a su ñeta. Esa noche había decidido, por fin, dormir para siempre. Encendió la luz del baño, se bañó, cocinó una rica cena y brindó con champaña. Cerró sus ojos para no volver a abrirlos nunca más. No volvería a estar sola de nuevo, y eso, era suficiente.

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